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martes, 3 de julio de 2012

En el nombre del padre, la hija, y la buena tía




Abro los ojos. Ya es de día. Era el tercer domingo de junio. El día del padre. Un día anterior mamá me prometió que iríamos a visitarlo. Alcé las frazadas para escaparme de ellas. Bajé del camarote.  Puse un pie sobre el suelo, le siguió  el otro. Abrí el cajón de ropas. Busque mi mejor prenda, era una ocasión especial, no lo había visto  desde hace un buen tiempo. Deslice el peine por la gran sabana de cabello que tenia (y que sigo teniendo). Lo mojé  un poco, para que este bien pegadito. Coloque los pies sobre mis viejos zapatos. Me eché aquella colonia tan deliciosa que me gustaba desde muy niña.

 Estaba lista. Ahora, debía despertarla. Conforme me iba acercando a ella sentí un fuerte hedor. La moví, estaba sudada y despeinada. Olía a licor. Mi madre tomaba a menudo, en ese entonces yo no sabía por qué. Lo hacía para olvidarse de mi padre. Porque sentía un enorme agujero dentro de ella. Porque no soportaba estar lejos de él. Porque no le cabía tanta tristeza en un solo corazón. Porque lo había amado tanto, y a pesar de haberle hecho tantas cosas, ella no podía olvidar a ese primer amor. La seguí moviendo, esperando una respuesta. Empecé  hablarle: ¡Mamá, despierta! Empezó a moverse un poco. ¡Mamá, cámbiate rápido, vamos a ver a mi papá! Ella me respondió arrastrando la voz: Mañana, mañana iremos, tengo sueño, me duele la cabeza, déjame. ¡Pero hoy es el día del padre y me lo prometiste! Sí, pero estoy cansada. Y empezó hablar incoherencias y palabras que no entendía. La dejé. Me dirigí al cuarto de mi tía a pedirle ayuda, le dije que hoy era un día muy importante, que mi mamá me llevaría a verlo y de que aún seguía  ebria, y  que yo ya estaba cambiada. Fuimos al cuarto. Mi madre seguía tal y como la había dejado. Mi tía hizo lo mismo que yo al principio, empezó a moverla. Cuando notó que empezaba a tomar conciencia le empezó  a preguntar la dirección. Sentí alegría y alivio. Había pensado que ya nadie me llevaría. Otra vez mi madre empezaba a musitar y confundir las palabras. Mi tía insistió. No entendíamos lo que decía. Hasta que empezó a decir: “El Baquíjano”. Ese era el lugar. Mi tía sabía donde quedaba. La dejamos descansar.

Estaba ansiosa. Estaba alegre. Estaba a la vez un poco apenada. Cuando bajamos del colectivo debíamos de caminar todavía para llegar. Mi tía no conocía tan bien el lugar, así que empezó a preguntar a unas cuantas personas hasta dar con el paradero. Era un camino largo para llegar. Caminamos. Cuando llegamos ya no era de día, sino tarde. Ella le compró un obsequio a uno de los tantos vendedores. Entramos. Era como una quinta con un sinfín de habitantes. Había muchas personas. Mi tía me preguntó: “Ahora si sabes dónde está tu papá, ¿no? –Sí, ahora lo recuerdo todo, sé donde esta-. Pero en realidad no tenía ni la menor idea de donde se encontraba, había confundido mis recuerdos y el lugar, pero como ya estábamos ahí empecé a caminar buscando a padre. Mi tía me siguió.

Ya había pasado más de una hora desde que habíamos llegado y aún  no lo encontrábamos. Agotamiento. Empezaba hacerse más tarde. Como no pudimos hallarlo nos dirigimos a recepción, donde tienen el listado de todos los habitantes registrados. Me pareció una buena idea, hubiera sido más fácil encontrarlo de esa manera que estar caminando, pensé. Cuando entramos había dos señores de avanzada edad detrás de un módulo, y sobre este un gran cuaderno. Le preguntamos por mi padre, de que estábamos cansadas de buscarlo y si nos podían dar información exacta no. Uno de ellos preguntó por su apellido, mi tía y yo respondimos de una sola voz. No está aquí, respondieron. Nuestros rostros se tornaron de pasmo. Insistimos, este era el lugar, no nos habíamos equivocado. El señor volvió a indagar sobre las líneas del cuaderno, esta vez con más cuidado. Nos mostró el cuaderno. No figuraba su nombre. Sentí decepción. Me sentí tonta. Me imagino que ella también se habrá sentido así como yo.  Mi tía me dijo que lo sentía. Baje la mirada. El otro señor canoso nos preguntó si estábamos seguras de que si estaba ahí. Ya no lo estábamos. Mi tía le respondió que este era el lugar que nos había dado mi madre. El señor al ver nuestra penosa situación sugirió que tal vez se habría referido al lugar que está al lado de este, la otra quinta sinfín. Empecé a sentir ese pequeño fueguito en mí, eso al que llaman esperanza."Si van a ir ahí apresúrense, el lugar cierra temprano", nos dijo el buen señor. Les dimos las gracias. Corrimos inmediatamente. El lugar estaba ridículamente al costado, y no lo habíamos visto.

Cuando llegamos ya era demasiado tarde. Dos personas de seguridad estaban tras la reja, sosteniéndola, respondiendo al vulgo aglomerado que estaba tras esta  que ya era demasiado tarde y la entrada estaba prohibida a estas horas. Sentí un baldazo de agua fría. No era justo. Nada lo era para mí. Maldije mi mala suerte. Me sentí la persona más desdichada en el mundo. Mi tía, que seguía aún al lado mío y cuya mano estaba entrelazada a la mía, le dijo a uno de los guardias: "Por favor, déjenos pasar .Solo por un rato y nada más". El guardia movió la cabeza en signo de negación, respondió que lo lamentaba. Ella  era obstinada. Siguió insistiendo. Yo, me hubiera dado por rendida. Ella no. Hasta hoy recuerdo aquellas palabras que como especie de magia sucedió lo inesperado. Miró al guardia hacía mi y dijo: Hoy es el día del padre y ella solo  quiere verlo un rato. Es su única hija. ¿Acaso no le da pena? . El guardia bajo la mirada. Vio mis grandes ojos. Vio a mi preocupada tía. Miró en su corazón a un padre.  Resignado abrió la reja. Nos Dejó pasar solo  a nosotras. Nadie más. Cruzamos ese estrecho camino que se abrió como especie de milagro. La reja se cerró.

Ahora si lo recordaba. Este era el lugar. Vinieron los recuerdos. La entrada. La pileta. Los asientos de madera. El bebedero. El eterno jardín. El único camino. Era más como una residencial que una quinta sinfín. Todo era tranquilo. No se oían los gritos de la gente. No se oía los alaridos de los vendedores. Solo se escuchaba el sonido que emanaban los pájaros y el ruido que producía el viento al chocar contra las hojas de los árboles. Caminamos por el único camino, en medio de este se encontraba un pequeño pero espacioso jardín de forma redonda y con una pequeña cerca metálica verde que la rodeaba. Tenía dos pequeñas entradas. Pasamos. Dentro de ella había muchos habitantes. Estaban en círculo. Al medio de ellos había un letrero con una letra. Debía ser la inicial de sus nombres, para reconocerlos. Buscamos con la mirada la inicial de mi padre. Ahí. Al lado de un hermoso árbol. Estaba tal y como lo recordaba. Frío. Pálido. Pequeño. Callado. Tranquilo. Quieto. Rectangulado. Con letras negras sobre él: al medio su nombre , en la parte izquierda inferior la fecha de su nacimiento y a la derecha la fecha de su fallecimiento. Ya tenía dos ramos de flores. Mi tía colocó el     suyo , el obsequio que compró en la entrada, con las otras.

Nos sentamos cobre el césped. Rezamos. Ella empezó a hablarle. Mientras lo hacía, sus ojos empezaban a humedecerse, a ponerse rojos. La voz se tornó baja y penosa. Ella sentía esa pérdida de un ser querido. Yo no. Solo la miraba. No me sentía como ella, a pesar de ser yo la hija. No sentía amor, ni lastima, ni tristeza. No llegue a conocerlo. La vida era muy prematura en ese entonces  para poder concebir algún recuerdo de él. Tenía tres. Sentí remordimiento. Me sentí una mala hija por mostrarme fría y no triste, como lo estaba ella. Forcé mis ojos. Me induje a sentirme triste apropositamente. De tanto esfuerzo salieron pequeñitas gotas caminando por mis mejillas. Ya no sentía culpa por no mostrar la digna tristeza que se tiene delante de un difunto. Pero sí sentí decepción, porque me induje a llorar no por pena, sino por respeto.

 Nos despedimos. Nos levantamos. Nos persignamos. El cielo estaba oscureciéndose más. Nos sacudimos el pasto que teníamos sobre la ropa y salimos. No había nadie. No le tomamos importancia. Al acercarnos a la entrada uno de los guardias se sorprendió al vernos. Este nos dijo: Yo pensaba que ya no había nadie, hace quince minutos que hicimos que todas las personas que aún quedaban se retiraran, ¿Cómo no las vimos a ustedes? Hasta ahora no lo sé.